En
la España de los años 70 se cuestionó radicalmente la función de la
psiquiatría tradicional, se criticó su academicismo inmovilista y se planteó
el desmantelamiento del manicomio, su principal sostén institucional. Se luchó
duramente y, frente a lo existente, se forjaron alternativas teóricas y prácticas,
que se pretendían acordes con las necesidades de una sociedad que se
modernizaba a marchas forzadas. Durante la transición democrática, se fue
generando un reordenamiento sociopolítico de toda la problemática relacionada
con la enfermedad mental y la salud, que fue el inicio de la constitución de un
nuevo ámbito disciplinario denominado "salud mental". Se postulaba la
salud mental como un conjunto de saberes y técnicas diversas, que habría de
operar fuera del manicomio, con la activa participación del paciente y de la
comunidad. Pero sus metas iban más allá del tratamiento de la enfermedad,
debiendo además prevenir los riesgos de padecerla y promocionando el bienestar
psíquico de la población.
La práctica de la salud mental se implementó en España mucho más
tarde que en otros países occidentales, donde los movimientos de reforma psiquiátrica
se habían iniciado tras la Segunda Guerra Mundial. En Inglaterra surgió la
"comunidad terapéutica" como alternativa o reconversión del hospital
psiquiátrico y se desarrollaron importantes programas de resocialización y
reintegración social de los enfermos internados, todo ello englobado en una
Psiquiatría Social potenciada por el Estado. En Francia la humanización de los
hospitales psiquiátricos fue el punto de partida para el desarrollo de la
Psicoterapia Institucional y de la posterior Psiquiatría del Sector, asumida e
impulsada por el propio Gobierno. En Estados Unidos Kennedy puso en marcha un
ambicioso programa de Psiquiatría Comunitaria, consistente en la creación de
numerosos centros comunitarios de salud mental y coincidente con la
externalización masiva de enfermos internados en los hospitales psiquiátricos.
La actividad de esos centros se fue haciendo cada vez menos médica,
introduciendo, por la vía de la prevención y de equipos multidisciplinarios,
un nuevo modelo de intervención sobre los problemas psicosociales de la
comunidad. Y en Italia se negaba el manicomio, al tiempo que se ejercía una práctica
despsiquiatrizante en el territorio.
Desde los años 60 la reforma psiquiátrica emprendida en esos países
fue desplazando el eje de la asistencia desde el hospital psiquiátrico al
trabajo con la población afectada. Lo que supuso una cierta descomposición de
la psiquiatría y la recomposición de una nueva disciplina de lo mental, de
nuevas políticas de salud mental. Si tradicionalmente la psiquiatría teorizaba
e institucionalizaba la locura,
ahora los dispositivos de salud mental debían cubrir prioritariamente tres
conjuntos de demandas: aquellos que se desviaban del comportamiento social
normativo (psicóticos, alcohólicos, toxicómanos, psicópatas, etc.); los que
por distintas razones fracasaban en su adaptación social (neuróticos,
depresivos, deficientes mentales ligeros, etc...), y los que presentaban mayor
riesgo de enfermar (personas en situaciones críticas, grupos de edad avanzada,
etc...). Cualquiera de estos padecimientos podía ser aislado de su contexto y
tratado como enfermedad, significando una respuesta psiquiatrizante, o por el
contrario, podía ser contextualizado como un desarrollo conflictivo y tratado
con intervenciones psicosociales, significando una respuesta típica de la salud
mental. Las políticas de salud mental comunitaria pretendían operar sobre
conjuntos sociales, con intervenciones tendentes a reforzar el compromiso
comunitario y la solidaridad grupal, sin descuidar la asistencia técnica a los
más afectados (1). Ciertamente, eran otros
tiempos...
Con los equipos multidisciplinarios se quería la integración de saberes
diversos y la superación de distintas profesiones, para lograr un nuevo orden
disciplinar abarcativo de prácticas diferenciadas. Aunque la hegemonía ideológica
de la salud mental no significó de hecho una novedosa disciplina, sino más
bien una "transdisciplina", o sea, la simple aceptación de
superponer, adicionar enfoques y prácticas diferentes, manteniendo su
heterogeneidad y evitando toda ilusión unitaria. De modo que las nuevas prácticas
comunitarias no supusieron la superación o la anulación de las que antes se
ejercían, sino que quedaban en reserva y podrían ser re-actualizadas en
cualquier momento. Se había esperado que el equipo de salud mental, al reunir
las diferentes dimensiones que intervenían en la salud y en la enfermedad
mental, unificase conocimientos, pues, por adición, esas dimensiones contenían
la posibilidad de un discurso totalizante. Pero no es eso lo que ha ocurrido, en
la medida en que el equipo no elabora su propia praxis, sino que sólo debe
ejecutar lo planificado desde instancias superiores, que definen los criterios
nosográficos, las frecuencias de las visitas, el porcentaje de las
intervenciones, el tiempo de atención al paciente, etc... Con frecuencia, cada
profesional reivindica su enfoque como totalidad y no se asume como especialista
de algo que es parcial... La nueva "transdisciplina" de lo mental la
define el planificador o programador, a través de las políticas de salud
mental que diseña.
La hegemonía de lo sociopolítico
en la gestión de la salud mental escinde y empobrece el campo teórico en que
pretende basarse. Prevalece un eclecticismo pragmático, generador de unas prácticas
simplistas y supuestamente eficaces, que no se discuten en los equipos. Se
reducen las acciones preventivas y las intervenciones psicosociales en una
comunidad que actualmente no parece existir como tal.
Los reformistas de los años 60 y 70, precursores de lo que ahora se
denomina salud mental, se habían disociado de la psiquiatría academicista que
representaban los catedráticos universitarios, quienes abogaban por la conversión
de la psiquiatría en una simple especialidad de una medicina orientada al
tratamiento de los casos leves o agudos. A esa implícita exclusión de los
enfermos crónicos, se oponían los reformistas, proponiendo la transformación
del manicomio y su progresiva substitución por estructuras asistenciales
insertas en la comunidad y abiertas a toda la población. Entendían que la
enfermedad mental no era una enfermedad como las otras: no podía ser reducida
al espacio médico convencional y requería tratamientos específicos
(psicoterapéuticos, grupales, colectivos, psicosociales, preventivos y
rehabilitadores). Lo que no significaba que los psicofármacos fuesen inútiles,
sino que debían ser usados para facilitar el contacto con el paciente y su
mejor autocontención.
Pues bien, la nueva disciplina de la salud mental pretende haber superado
posiciones antagónicas, mostrándose en sus textos programáticos a favor de
las acciones comunitarias, pero integrándose de hecho en el sistema de salud
general. De esta manera, el enfermo mental es considerado un enfermo como
cualquier otro. Se priorizan los aspectos preventivos de la enfermedad, pero los
enfermos crónicos tienden a ser desatendidos. Se trata, bajo el paraguas de la
salud mental, de una remedicalización de la asistencia psiquiátrica,
complementada por una "psicosocialización" ambigua de la prevención
y una rehabilitación evanescente. Una síntesis mixtificante y sumamente frágil...
Todo
esto es particularmente evidente en España, donde se había partido con mucho
retraso con respecto a otros países. Hasta comienzos de los años 70 la
Seguridad Social, o el INSALUD, sólo cubría precariamente la asistencia
ambulatoria de sus beneficiarios con riesgo de enfermedad psíquica, y se resistía
a asumir la hospitalización psiquiátrica, que seguía a cargo de las
Diputaciones, con carácter benéfico y en instituciones manicomiales. Tal
situación fue determinante en la futura organización de la salud mental, cuyas
bases fueron sentadas por el Documento para la Reforma Psiquiátrica y la Atención
a la Salud mental, elaborado en 1985.
Según se afirmaba en ese documento, era responsabilidad de la
Administración Pública promover la plena integración de la salud mental en la
asistencia sanitaria general, tomando como referencia la Ley de Sanidad
-aprobada un año después-, potenciando su gestión descentralizada por parte
de las Comunidades Autónomas y garantizando la disponibilidad de los Servicios
para abordar la prevención, tratamiento, rehabilitación y educación
sanitaria. Y se proponía un modelo integrado de salud mental, con estos
criterios:
-Ordenación
de los servicios asistenciales en base a su delimitación territorial y a la
participación comunitaria.
-La
protección de la salud mental en la atención primaria.
-La
protección de la salud mental en el nivel especializado, comprendiendo las
acciones específicas realizadas en el ámbito comunitario y hospitalario por un
conjunto de profesionales cualificados.
-Integración
funcional de los recursos de salud mental, públicos o concertados, del área
sanitaria, constituyendo una unidad integrada o centro de salud mental.
-La
hospitalización psiquiátrica debe evitarse en lo posible, ser abreviada y
efectuarse progresivamente en unidades psiquiátricas de los hospitales
generales de la red pública.
-Los
hospitales psiquiátricos deben disminuir progresivamente sus camas,
desarrollando programas de rehabilitación que faciliten la externalización de
la mayoría de sus pacientes y su reintegración al medio sociofamiliar y a los
recursos sociosanitarios con que la sociedad se vaya dotando.
Era
el modelo que más convenía al INSALUD, que podría atender las demandas en
salud mental de sus beneficiarios, asumiendo los casos ligeros y los enfermos
agudos, pero desentendiéndose de los crónicos. Por eso, ya en 1985 el
Ministerio de Sanidad anunciaba a bombo y platillo que en 5 años desaparecerían
los manicomios. Simultáneamente, el INSALUD ponía en marcha un "programa
de salud mental", que incluía la creación de unidades o centros de salud
mental dentro del territorio, la apertura de unidades psiquiátricas en sus
hospitales generales y el establecimiento de convenios con Ayuntamientos,
Diputaciones y Comunidades Autónomas, tendentes a formar una red asistencial única,
que luego sería transferida a las distintas Comunidades Autónomas. Aquel
programa tuvo un desarrollo incompleto y desigual.
El
modelo de las reformas psiquiátricas emprendidas en la mayoría de las
Comunidades Autónomas, siguiendo la pauta marcada por el Documento para la
Reforma Psiquiátrica de 1985, es muy parecido. Pero el desarrollo y resultados
han sido muy desiguales entre Comunidades Autónomas, e incluso entre diversas
áreas sanitarias de una misma comunidad (2). Aún
hay Comunidades Autónomas que no tienen "plan de salud mental", o que
teniéndolo, no lo han desarrollado. Y persiste el manicomio, aunque haya
perdido su hegemonía. Incluso hay indicios de que crece, de que hay hospitales
psiquiátricos que vuelven a tener más de 1.000 camas... Es cierto que se han
creado muchos recursos, especialmente centros de salud mental -519 se estimaban
en 1995- pero también es verdad
que se ha incrementado la demanda y la atención en salud mental, muy por encima
de los recursos generados.
Mirando
hacia atrás, parece como si la desinstitucionalización hubiese sido lo
prioritario en muchas Comunidades Autónomas, tal vez para ahorrar costes. Los
responsables técnicos no admitían crítica alguna, porque la bendita reforma
psiquiátrica no podía ser cuestionada, pero el abandono de los enfermos
desinstitucionalizados supuso un desprestigio casi irreversible, contribuyendo a
que susodicha reforma contase con escaso apoyo popular y a que fuese duramente
atacada por influyentes medios de comunicación social... Complementariamente,
el ingreso en las unidades psiquiátricas de los hospitales generales o en las
unidades de admisión de los hospitales psiquiátricos fue otra prioridad. Pero
desde hace tiempo se constata que las unidades de hospitalización psiquiátrica
son insuficientes.
A esas unidades llegan a diario numerosos pacientes, conducidos más o
menos forzadamente por los familiares o por la policía. Aunque esa demanda
puede ser neutralizada o rechazada, si el médico de guardia considera que no
está suficientemente justificada, si prevé que el alta luego será muy difícil
o si simplemente carece de camas disponibles, lo que no es demasiado raro. De
modo que ese médico de guardia ha de manejarse en situaciones tensas y difíciles,
presionado por la insistencia de la demanda y en sentido contrario, por una política
administrativa que restringe al máximo la hospitalización psiquiátrica...
Cada vez con mayor frecuencia, es el propio paciente quien solicita
voluntariamente su ingreso. Hay además un amplio grupo de pacientes que demanda
el acogerse por un tiempo más o menos transitorio en los servicios
hospitalarios, pretendiendo utilizarlos a modo de refugio frente a la creciente
inhospitalidad del medio social. Aunque tratan de forzar el ingreso, suelen ser
rechazados, a veces de un modo expeditivo y sin apenas detenerse en evaluar sus
verdaderas necesidades psiquiátricas, porque carecen del poder contractual
necesario para ser atendidos adecuadamente. Son alcohólicos, toxicómanos, psicópatas,
psicóticos deteriorados y con antecedentes de múltiples ingresos psiquiátricos
o crónicos desinstitucionalizados, que viven en la calle sin ningún soporte
sociofamiliar.
Dada la insuficiencia de la oferta sanitaria, se restringen los criterios
de admisión y se acortan las estancias. A menudo las altas son apresuradas,
efectuándose antes de que el paciente se encuentre en las mejores condiciones o
de que la familia pueda recibirlo sin recelos. Con lo que muchos enfermos
tienden a reingresar una y otra vez, entrando en una espiral casi irreversible
de cronificación... No es de extrañar que muchas unidades de hospitalización
psiquiátrica se hayan convertido en meros espacios de contención física,
donde es casi imposible que el enfermo pueda elaborar su crisis. Espacios
cerrados y sin áreas de convivencia, con predominio de tratamientos biológicos
y con viejas prácticas manicomiales (sedación profunda de los enfermos, uso
frecuente de la contención mecánica, celdas de aislamiento, suspensión de
visitas, etc...).
¿QUÉ
HACER CON LAS DEMANDAS?
Pero
el eje fundamental de la nueva organización lo constituyen las unidades o
centros de salud mental, de distribución y dotación muy irregulares. Cuentan
con equipos multidisciplinarios, por lo general mal conectados con los de atención
primaria y con los que trabajan en las unidades psiquiátricas de hospitalización,
pero que han aumentado considerablemente la oferta asistencial. Suelen estar
sobresaturados por una demanda que no cesa de crecer y que sobrepasa todas las
previsiones, si es que esas previsiones se habían establecido. En salud mental
la demanda, que no cabe confundir con necesidad de asistencia, traduce
requerimientos de bienestar psicosocial, expresa siempre un deseo y está
regulada por una norma de salud producida socialmente (3).
A corto plazo tiende a crecer, aunque no a medio o largo plazo, si se han
ampliado las intervenciones preventivas. Por el contrario, si por distintas
razones se reducen las prácticas preventivas y comunitarias, cabe esperar que
el incremento de las demandas asistenciales sea cada vez mayor, de acuerdo con
la oferta de los profesionales, que tienden a reproducir rápidamente lo que en
verdad saben: los ritos de la asistencia dual de consultorio. En tal caso, el
equipo de salud mental no hace una Salud Mental integral, sino que retorna al
tratamiento de la enfermedad. Lo que no es nada infrecuente.
Cuando el equipo de salud mental es desbordado por el aumento de demandas
que son pertinentes y sintóticas con la oferta asistencial que formula, el
problema es de simple insuficiencia de recursos y podría ser resuelto con una
ágil gestión. Pero otras muchas demandas no están ligadas a una patología
psiquiátrica específica, sino que traducen padecimientos derivados de las
dificultades de vivir y que no son fáciles de excluir del sistema de salud,
porque pueden indicar situaciones de riesgo de enfermedad, enfermedad
sobredeterminada por factores de vulnerabilidad personal, factores sociales
estresantes y falta de soporte sociofamiliar. No son demandas propiamente
asistenciales, y darles una respuesta asistencial implica el riesgo de una
psiquiatrización errónea, pero no atenderlas supone el riesgo de cronificación
patologizante, que, entonces sí, precisará asistencia especializada.
Sucede que se produce un cierto desencuentro entre la formación recibida
por los profesionales de la salud mental, por lo general ligada a las clásicas
disciplinas psiquiátrica o psicológica, y las características de las nuevas
demandas de salud mental, estrechamente vinculadas a nuevas problemáticas
humanas (debilitamiento de los lazos sociales, desarraigo, desintegración
familiar, refugio en la intimidad, narcisismo social, etc...). Los pacientes,
alienados por los mitos de una eficacia banal, de la utilidad y rapidez de los
tratamientos y de los avances tecnológicos de la medicina, esperan o exigen
respuestas inmediatas que atenúen sus padecimientos, eludiendo conflictos
subyacentes. Y a su vez, los profesionales prefieren, tal vez por falta de
tiempo, afrontar estos padecimientos con medicación. Lo que puede ser
doblemente yatrogénico (4). Así el conflicto
se enquista, los síntomas -aún aliviados- se cronifican y el paciente se
convierte en un usuario crónico de los servicios de salud mental, con el
correspondiente riesgo de dependencia regresiva.
Guste o no, los centros de salud mental, por efecto del crecimiento de la
demanda, se están transformando en simples dispensarios, con consultas médicas
convencionales; series reducidas de terapias cognitivas, de relajación o de
apoyo; recepción e información de familiares, gestión de ayudas económicas,
etc... Por si fuera poco, los equipos de salud mental debían realizar funciones
de asesoramiento, soporte y formación a los centros de atención primaria de
salud, concebidos como puerta de entrada de los usuarios del sistema de salud y
primer nivel de atención a la salud mental. Los equipos de atención primaria
debían recibir e identificar todas las demandas de salud mental, lo que
realmente ha ofrecido serias dificultades por el desarrollo incompleto del nuevo
modelo de atención primaria, por el crecimiento de todas las demandas, por la
falta de formación en salud mental de los médicos, por la falta de tiempo,
etc...(5) Y se hace cada vez más evidente la
necesidad del apoyo coordinado de los especialistas del segundo nivel, máxime
cuando se ha pretendido que gran parte de los casos psiquiátricos se
resolviesen en la atención primaria. Se sigue insistiendo en la necesidad de la
"protección de la salud mental en la atención primaria", proponiéndose
fórmulas tales como la provisión a los médicos de familia o de cabecera de
escalas diagnósticas simplificadas y de protocolos de tratamiento. Y las
multinacionales farmacéuticas, como parte interesada, están colaborando muy
activamente en el "adiestramiento" de los médicos en el manejo de
psicofármacos. Con ello, la disciplina de la salud mental se medicalizará aún
más, vaciando de contenidos reales a la psiquiatría comunitaria y asumiendo
los postulados reduccionistas de la psiquiatría biológica, con el beneplácito
de los catedráticos universitarios.
Las
políticas de salud mental se han orientado hacia un asistencialismo pragmático,
dejando a un lado la prevención comunitaria y la rehabilitación de los
enfermos llamados crónicos. Son patentes las carencias e insuficiencias del
llamado "tercer nivel" de atención a la salud mental. En modo alguno
las prestaciones están garantizadas, y es ambigua la definición de
responsabilidades: no se sabe bien quien ha de hacerse cargo de los cuidados que
precisan los enfermos crónicos, si las administraciones públicas, si los
servicios de salud mental, si los servicios sociales, las agrupaciones de
familiares, empresas privadas concertadas u organizaciones no gubernamentales.
En el terreno de la realidad y no en el de las declaraciones programáticas, los
crónicos son considerados como incurables y se mantienen en la comunidad
"con alfileres", apuntalados con psicofármacos y sobrecargando a las
familias. Si pierden el apoyo familiar, corren el riesgo de exclusión social,
de convertirse en "pacientes sin hogar".
Crece
en la sociedad moderna el fenómeno de la población sin hogar, que lleva una
vida socialmente marginada y con pautas de supervivencia (uso de albergues y de
comedores de pobres, mendicidad, vida en la calle, vagabundeo, etc.). Entre esta
gente, aumenta el porcentaje de mujeres, jóvenes, alcohólicos, toxicómanos y
enfermos mentales cronificados. Sin embargo, y por sobrevivir en tan precarias
condiciones, han aprendido a manejarse por sí mismos, habiendo desarrollado
ciertas capacidades de afrontamiento y habilidades suficientes para
proporcionarse el sustento diario. Por lo general, muestran mayor autonomía
personal que los pacientes participantes en algún programa de rehabilitación (6).
Diversos autores han elaborado complejos proyectos para rehabilitar a los
"pacientes sin hogar", pero no cabe esperar que los gestores políticos
desarrollen políticas que viabilicen esos proyectos. Estos enfermos, son
socialmente inútiles, políticamente ineficaces y electoralmente despreciables,
no planteando más problema social que el espectáculo de su miseria. Como ya no
constituyen un peligro en el imaginario social, a nadie le preocupa que se les
abandone a su suerte. De la peligrosidad social de los enfermos mentales se ha
pasado a considerar la potencial peligrosidad de ciertas poblaciones de riesgo,
sobre las que se pueden adoptar medidas de policía sanitaria en caso necesario (7).
Como complemento a la magra intervención de los servicios de salud
mental en relación con los enfermos mentales crónicos, se ha estimulado la
formación de grupos o asociaciones de familiares, que han proliferado en los últimos
años. En 1996 se contabilizaban en España 67 asociaciones, federadas a nivel
provincial o de Comunidad Autónoma y confederadas a nivel estatal. Con
constancia y dedicación, han llegado a disponer su propio discurso, un discurso
que quisieran ver asumido por los responsables políticos, los profesionales y
toda la sociedad. Como muestra, puede servir el Manifiesto que en 1994 difundió
la Federación Madrileña de Asociaciones Pro-SaludMental (FEMASAM): Tras
reconocer las excelencias de los gestores de los servicios de salud mental, se
lamentaban de las dificultades para la integración social del enfermo mental,
"teniendo en cuenta los efectos devastadores que esta enfermedad -la
esquizofrenia- produce en el afectado desde el momento en que se desencadena,
casi siempre en la adolescencia, conviertiéndole en un minusválido, ya que
desde el primer momento su voluntad queda anulada". Reivindicaba soluciones
urgentes para las principales carencias asistenciales, solicitando en concreto:
la creación de centros de rehabilitación psicosocial, centros de rehabilitación
laboral, centros especiales de empleo, creación de empleo para los enfermos
rehabilitados, pisos supervisados y miniresidencias permanentes sustitutivas del
hogar, así como el reconocimiento por parte del INSERSO de algún grado de
minusvalía, aún en contra de la voluntad del enfermo. Pero sobre todo el
Manifiesto demandaba intensificar el apoyo al movimiento asociativo, dotándolo
de las subvenciones y asesoramiento necesarios: "las asociaciones, por su
alto grado de motivación y por su sencillez organizativa, son el marco adecuado
para la gestión directa de recursos, y la realización de actividades de apoyo,
allí donde la compleja maquinaria de la administración tropieza con
dificultades. Sólo necesitan que se les dote de medios económicos que, con su
actuación voluntarista, se encargarán de multiplicar" (8).
En su afán recaudatorio, las asociaciones españolas, en su mayoría, no
han dudado en aceptar fondos de laboratorios farmacéuticos, incurriendo en la
paradoja de que un movimiento que se declara pro-salud mental tenga que
depender, de algún modo, de empresas cuya buena marcha se basa en la medicación
por tiempo indefinido de los enfermos mentales. En el fondo de estos familiares
late la arraigada creencia en la incurabilidad de la enfermedad mental, creencia
en la que también participan algunas administraciones. Así por ejemplo, en
1990 la Consejería de Integración Social de la Comunidad Autónoma de Madrid
creó la Comisión de Tutela del Adulto, cuyos usuarios debían ser los enfermos
mentales en situación o en riesgo de desamparo, previa su incapacitación civil
(9). Sucesivamente han surgido similares
iniciativas en Madrid, y en otras Comunidades Autónomas: fundaciones de tutela
públicas o privadas, que se dedican a tramitar la incapacidad civil de enfermos
mentales. Considerando que la incapacitación significa la muerte civil del
sujeto, se puede dudar mucho que quienes abogan por tan abominable práctica
crean realmente en la integración social del enfermo mental, por más
declaraciones platónicas que se hagan. Los que incapacitan piensan realmente
que la cura no es posible y que sólo cabe la protección y tutela del enfermo.
Era lo que antes hacía el manicomio: incapacitaba de facto al interno, protegiéndolo
de las inclemencias de la calle y tutelándolo de por vida.
El movimiento asociativo de familiares se siente con creciente fuerza,
reclamando incluso su presencia en todos los organismos que planifican la salud
mental. Cuenta con una red de recursos propios (centros de día, talleres
ocupacionales, clubs sociales, viviendas protegidas, etc.) financiadas con
fondos públicos. Lo que significa una cierta privatización de una asistencia
no cubierta por los servicios públicos y prestada únicamente a los miembros de
las asociaciones. De igual modo, están siendo gestionados por entidades
privadas otros muchos recursos asistenciales, desde centros de salud mental
hasta grandes manicomios privados, pasando por centros de rehabilitación
psicosocial o residencias de media estancia. Tal vez sea el signo de los
tiempos: el Estado neoliberal diseña las políticas sociales y garantiza los
servicios mínimos, al tiempo que incentiva a la iniciativa privada y exalta los
méritos del asociacionismo y de una beneficencia modernizada (10).
PSIQUIATRIA
BIOLOGICA: VICTORIA PIRRICA
Pese a sus planteamientos teóricamente comunitarios, el subsistema de
salud mental ha favorecido el retorno al objetivismo médico, la vuelta a la
psiquiatría de siempre. Una psiquiatría vuelta a sus raíces y convertida en
simple especialidad médica, tal como querían los profesores universitarios. En
1994 lo celebraba el catedrático López-Ibor: "Desde la Ley General de
Sanidad hasta el catálogo de prestaciones que se discute en estos días,
pasando por la regulación de los internamientos involuntarios, nada distingue
ni diferencia lo psiquiátrico del resto de la medicina, ni en el ámbito
hospitalario ni fuera de él" (11). La
gran acogida dispensada a la nosología del DSM-III, como expresión de un
regreso a las fuentes de la clínica y de un abandono de posturas teóricas; la
consolidación de la psiquiatría de hospital general y los éxitos de la
psiquiatría de enlace; el sistema de formación de los médicos residentes, y
los avances en la investigación biológica, todo ello indicaba el triunfal
retorno de la psiquiatría a la Medicina, poniendo a disposición de los
enfermos armas terapéuticas poderosas. El triunfo de la psiquiatría biológica
significaba implícitamente el fracaso de la salud mental como pretendido orden
disciplinar, y también el fracaso de la reforma psiquiátrica que lo había
sustentado. De hecho, ya casi nadie habla de reforma psiquiátrica...
Se dice que la salud mental está en crisis, casi en trance de muerte.
Fuller Torrey, que hace más de 20 años había predicho la muerte de la
psiquiatría, pronostica ahora el divorcio entre la enfermedad mental y la salud
mental (12). Dice, no sin razón, que la práctica
de la salud mental ha tenido un impacto muy negativo sobre la asistencia psiquiátrica,
desviando medios de los tratamientos a los enfermos mentales graves hacia
personas que sufren "problemas de la existencia". Si ese divorcio se
efectúa realmente, la psiquiatría desaparecerá y será reemplazada por la
neuropsiquiatría, mientras que la salud mental será arrinconada en los
dominios de las ciencias sociales y en los departamentos de servicios sociales,
bienestar y medio ambiente. Algo de esto ya se está viendo, con el descenso,
por ejemplo, de la psicoterapia, que precisa más tiempo, mayor frecuencia en
las visitas y mejor entrenamiento de los profesionales, que con la
farmacoterapia. Se trata de un descenso regresivo, porque con la psicoterapia el
enfermo había recuperado la palabra y había ganado en subjetividad. Con el
creciente intervencionismo médico, el paciente pierde su condición de sujeto y
vuelve a su viejo estatus de portador de síntomas y acreedor de un tratamiento
biológico impuesto.
Puede ser que la victoria de la psiquiatría biológica, factible por el
gran desembarco de las multinacionales farmacéuticas, sea una victoria pírrica.
Con la progresiva medicalización de la asistencia, se va reduciendo el campo
operativo de la salud mental, precisamente por el limitado arsenal terapéutico
de la psiquiatría biológica, por su comprobada ineficacia frente a importantes
grupos psicopatológicos. Primero se desgajó el amplio grupo de los deficientes
mentales, que ahora no son considerados enfermos y que son tratados con técnicas
pedagógicas y reeducativas. Luego, cuando la psiquiatría perdió fuerza
represiva, se fueron los alcohólicos para organizarse en grupos de autoayuda, y
los toxicómanos, ahora atendidos en redes ajenas a la salud mental. Hace tiempo
que los epilépticos y los dementes están bajo la jurisdicción de los neurólogos,
y las anoréxicas están saliendo del ámbito de lo psiquiátrico. Por otra
parte está establecido que gran parte de los trastornos psíquicos sean
tratados por médicos generalistas. Como ha dicho Edward Shorter en su Historia
de la Psiquiatría: "en 200 años los psiquiatras han pasado de ser los
sanadores del manicomio terapéutico a trabajar como porteros de la
fluoxetina" (13). Y pronto, tal vez menos
que eso, porque los progresos de la llamada "psicofarmacología cosmética"
permiten la fácil prescripción médica y la automedicación.
Para escuchar, relajar, reforzar o consolar a los pacientes con crisis
existenciales, con problemas adaptativos o fobias diversas, están los psicólogos,
que ofertan soluciones rápidas, eficaces y a bajo precio. O los sexólogos, o
los videntes, astrólogos y toda suerte de sanadores, que en sus frecuentes
apariciones televisivas prometen ilusión, felicidad y un futuro mejor. ¿Para
qué servirán los psiquiatras del futuro? ¿Qué harán cuando todos los médicos
sean diestros en el manejo de los psicofármacos y cuando los psicólogos puedan
recetarlos?. No cabe duda que la psiquiatría está perdiendo identidad y
entidad: entre otras cosas, lo prueba la decreciente publicación de libros de
la especialidad. En Estados Unidos el porcentaje de licenciados en medicina que
piensan especializarse en psiquiatría bajó del 3,5% en 1984 al 2,0% en 1994, y
el descenso continua. A mediados de los años 90, menos de 500 jóvenes médicos
americanos estaban comenzando los programas anuales de formación psiquiátrica,
y el resto de las 1327 plazas disponibles lo completaban médicos extranjeros
especializados (14). Todo un síntoma que
puede estar extendiéndose.
Pero no se trata de hacer un discurso negativo, porque, pese a lo
afirmado por algunos ideólogos del "nuevo orden internacional", el
fin de la historia no ha llegado. Lo cierto aquí y ahora es que los
profesionales de la salud mental se sienten agobiados por la presión de la
creciente demanda de los usuarios, y que algo deberá hacerse. Desde luego,
sobran los discursos de autopromoción, las complacientes evaluaciones, los
programas que se quedan en los papeles, los proyectos que no se realizan por
falta de presupuesto, las utopías tecnocráticas, los recreativos congresos que
acaban con aplausos y lanzamiento de globos... Falta, por el contrario, el análisis
realista, el reconocimiento de los falsos planteamientos y de los errores
cometidos, la redefinición de los objetivos, el ejercicio de la crítica
desinteresada y de la sana autocrítica. Es casi urgente el debate olvidado, la
revisión de los viejos conceptos y la elaboración de otros nuevos, la reflexión
sobre la experiencia pasada y presente, la teorización de la práctica, la
indispensable teoría... Queda mucho camino por delante.
Madrid,
Abril 1999
NOTAS
(1).-Galende,
Emiliano (1990) Psicoanálisis y salud mental. Buenos Aires: Paidós
(2).-Informe
elaborado por la Junta Directiva de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
(1998) Revista de la A.E.N., año XVIII, nº 67
(3).-Leal
Rubio. J..(1997) Nuevas demandas, nuevas necesidades de atención a la salud
mental. Incluido en el libro Equipos e instituciones de salud mental, salud
mental de equipos e instituciones. Madrid: AEN
(4).-
Galende, E. y Baremblit (1997), La función de curar y sus avatares en la época
actual. Incluido en el libro Equipos e instituciones de salud mental, salud
mental de equipos e instituciones. Madrid: A.E.N.
(5).-Martín
Zurro, A. (1995) Salud mental y atención primaria. Incluido en el libro Trastornos
psiquiátricos y atención primaria. Barcelona: Doyma
(6).-Vega,
L.S. (1995) Salud mental en la población sin hogar. Servicio de
publicaciones del Principado de Asturias
(7).-Castel,
R. (1986) De la peligrosidad al riesgo. Incluido en el libro Materiales de
sociología crítica. Madrid: La Piqueta.
(8).-Manifiesto
de las familias de enfermos mentales crónicos de la Comunidad de Madrid
(1994), Psiquiatría Pública, vol. VI, nº 4
(9).-La
Comisión de Tutela y Defensa Jurídica del Adulto (1994) Documentos de
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